El pais pdf gratis
Elena G. Eva Saiz Sevilla. Viggo Mortensen, en Carlos Primo Florencia. Historias en profundidad para conocer, entender y actuar. Rafa de Miguel. Jorge Galindo. Eva Villaver. Eduardo Bravo Madrid. La momia egipcia embarazada. Juan Navarro Valladolid. Mujeres y viajeras un proyecto de Renfe. El funeral de Gregorio Bello, asesinado en Cali.
Manuel V. Sen Senra, el pasado lunes en Madrid, en su local de ensayo. Gloria Crespo MacLennan. Juan Cruz Madrid. Carlos Primo Florencia. Vinicius marca el primer gol del partido. La gente no disfruta admitiendo que odia a los seres queridos. Todos hacemos lo mismo. Nos caemos de una silla y culpamos al mobiliario, no a nuestra propia torpeza. Si nos va mal en los negocios acusamos a los dioses, al tiempo, a la suerte.
Todo lo que puedo decirte es lo que te dije antes. No hay medicina mejor en el mundo. Dave trabajaba, sumergido en minucias de oficina, pero encontraba tiempo para su mujer Alice, por su parte, daba largos paseos, ganaba fuerzas, jugaba de cuando en cuando al badminton. Hace tiempo que no te veo perturbada.
Dave la tuvo en brazos, pensando que Alice era realmente una criatura dulce y rara, durante media hora. El llanto continuaba. Se sostuvo, maldiciendo. Estoy segura. Pero tengo que irme. Pero no. No puedo tocarlo. Ve con cuidado. Hasta luego. Los accidentes son, al fin y al cabo, accidentes. Dave hizo girar la llave en la puerta. Alice estaba muerta. El doctor no dijo nada. Lo llamaremos Lucifer. Eran las once de la noche. Muy simple: dejar un juguete en la escalera, llorar de noche hasta que el padre baja a preparar la leche y resbala.
Una trampa tosca, pero eficaz. David Leiber se detuvo a encender un cigarrillo. Se quedaba despierto, pensando. Generalidades, por supuesto. Basta que escuche todo el tiempo.
Basta que llore en medio de la noche. La madre. La madre lo ha echado afuera, lo ha rechazado. El padre es responsable a su modo. Y las cosas empeoran, en vez de mejorar. Pero pasa el tiempo y las cosas cambian. Los sobresalta con cualquier ruido. Ahora es el tiempo de atacar. Por haber salido lentamente de la cuna, y haber atravesado a gatas los pasillos silenciosos.
Quiero matarlo. Vas a dormir veinticuatro horas. Leiber, solo, flotaba descendiendo, descendiendo. No hubo respuesta. Apenas un movimiento. No era un suicidio. Estaba cerrada. Luego le dijo algo a nadie en particular. No pudiste volver a tiempo a la cuna. Pero no puedo correr riesgos. No estoy seguro de nada, pero no puedo correr riesgos. Dio una media docena de pasos, lentos, firmes, hacia el pasillo. Un escalpelo. Una sirena. Un movimiento. Y esto era raro.
Caras de otros. Casas, coches, callejones, del mundo inmediato sacudido por el accidente. De las calles laterales y los hoteles y de los autos, y aparentemente de la nada. No alcanzaba a entenderlo. Las puertas de la ambulancia se cerraron de golpe. Una rueda, cuatro ruedas, que giraban y giraban chirriando, dando vueltas y vueltas. Algo acerca de las ruedas y el accidente mismo y el ruido de los pies y la curiosidad.
La luz del sol, un cuarto de hospital, una mano que le tomaba el pulso. Las ruedas se desvanecieron. Acerca del accidente. Todo marcha bien, sin embargo. Ha reaccionado usted. No trate de levantarse. Los accidentes. Lo lamento ahora. La multitud sobre todo. No es posible que lleguen tan pronto, y a esas horas de la noche.
Los sentidos de usted. Recuerdo algo que lo aclara todo y lo hace divertido. Dios, condenadamente divertido. Las ruedas delanteras. La calle estab desierta. Echemos una ojeada. Gente alborotadora. Todas las veces. Siempre hay una multitud. Como si el muerto fuera la propia rnadre. No hay nadie cerca. No entiendo. No hay diferencia. Siempre se junta una multitud. Llegaron al sido. Le daban la espalda.
El recuerdo de unas pocas cosas. Ruedas y caras. Alrededor de las cinco y media hubo un duro ruido de metal en la calle. Si, si. Spallner fue hasta la ventana. Termina tu copa. Estoy bien.
Salieron a la calle. Vio de pronto otra cara familiar. Morir antes que llegue la ambulancia. Todas las caras de la multitud, conocidas y sin embargo desconocidas, se inclinaban mirando hacia abajo, hacia abajo.
Morgan lo sostuvo. Nunca hay que mover a un accidentado en la calle. Los mata. La gente es asi. No, no los coches -dijo Spallner-. Compara esta foto de un accidente en el distrito de Wilshire con esta de Westwood. Se sirvieron otra copa. Morgan fue hasta los archivos. Se juntan multitudes. Siempre se juntan. Conozco la respuesta. Notar s que se limitan a ciertos territorios. Un accidente en Brentwood atraer a un grupo.
Uno Huntington Park a otro. Pero hay una norma para las caras, un cierto porcentaje que aparece en todas las ocasiones. Pero he descubierto que estas son siempre las primeras. Haces insinuaciones, pero no lo dices todo. Te has asustado a ti mismo y ahora me tienes a mi sobre ascuas. Se meten entre la gente y desaparecen. Como si la multitud tratara de proteger a algunos de sus miembros. Me ven llegar. Aparecen siempre juntos. Buitres, hienas o santos. Ya ha durado bastante. Se me acaba de ocurrir.
Es tarde. Que tenga suerte. Buenas noches. Spallner iba con el coche hacia el centro de la ciudad, lentamente. Eran como una vasta llovizna, de muchas gotas, pesadas y leves y medianas, que tocaban la tierra. Le sangraba la cabeza. Unas manos le tomaron el cuerpo.
Empezaron a levantarlo. Dos hombres. Toda la escena era muy tonta y disparatada. Como cualquier otro accidente. El viejo del labio arrugado. La mujer pelinoja, de mejillas pintarrajeadas. Una vieja con una verruga en la mejilla. Para asegurarse de que vivan los que tienen que vivir y de que mueran los que tienen que morir. Por eso me levantaron. Ustedes son la multitud que se cruza siempre en el camino, gastando el buen aire tan necesario para los pulmones de un moribundo, ocupando el espacio que el hombre necesita para estar acostado, solo.
Pisando a las gentes para que se mueran de veras, y no haya ninguna duda. Eso son ustedes, los conozco a todos. La multitud no dijo nada. El viejo. La mujer peliroja. Ojos, invertidos, encima. Ojos brillantes bajo cabellos cortos o bajo sombreros. Pero mirando las caras, las facciones, el color, la formas de las caras, Spallner supo que era demasiado tarde.
Los dos comieron en silencio. Y el hijo de esa mujer, Edwin, es la flor de cardo que uno respira en una noche de viento, en la temporada de los cardos. Tiene un pelo sedoso y unos ojos siempre azules y febriles.
El rostro encendido y hermoso de la mujer era como una furiosa flor blanca-. No hay otro que valga la pena. Hablas siempre de lo mismo. Las Tierras Bajas de la cocina, el comedor, la sala. Una de las puertas prohibidas estaba abierta. De veras lo siento. Era grande. Grande, grande, Edwin. No como nuestro mundo. Grande, vasto, incierto. Aprendemos, oh Dios, pero tan despacio, y con tanto dolor, aprendemos.
Pensamos que actuamos bien, pero todo el tiempo, todo el tiempo, echamos a perder el Plan He sido tu amiga. Tengo una sorpresa para ti. Ocurren maravillas, digo yo. Edwin estaba aturdido.
Las risas subieron y cayeron con los libros. Hola, hola Puede doler, pero hay un solo modo. Mira, mira La caja dio vueltas en el aire, cayendo. Los ecos se apagaron. Las voces se apagaron en un rugido zumbante. Descendiendo a las profundidades de los Mundos, flotaba una niebla tenue, y ninguna pisada quebraba el silencio. La alfombra estaba cubierta de vidrios. Hoy no. Un golpe de maquinarias. Al fin se puso a gimotear.
Saltaba arriba y adelante y tocaba todas las cosas. Poco a poco fue cediendo la rigidez de su cuello y de su espalda. Su rostro se puso blando e inexpresivo, informe, como una cosa que ha sido golpeada con dureza durante demasiado tiempo. Caminaba sin seguridad, como un hombre enfermo o medio ciego. La puerta de la casa estaba abierta.
Era ese tipo de silencio. No pensaba en nada. Entonces, al mirar por una puerta abierta, vio al muerto. Era viejo y descansaba sobre una cama limpia y blanca.
Una espiga madura, dorada y cargada de grano. La hoja de papel, sin doblar, estaba sobre la almohada, al lado de la cabeza del anciano. Sea cual sea su nombre o de donde proceda, no importa. Tendremos trabajo, comida y un techo sobre nuestras cabezas para guardarnos de la lluvia.
Brillaba como una media luna. Se quedaron a vivir en la casa. Era un campo de trigo muy grande. Maduraba en grupos separados, cada uno apartado de los otros.
No estaba demasiado preocupado. La tumba estaba al sol, con viento y con silencio. Muy, muy importante. Es condenadamente grande el campo. No iba a trabajar. El trigo. Las manos dejaron de picarle. Era puro instinto. Se dijo que estaba un poco loco.
O casi. En su cabeza se iban amontonando las cosas. Piensa en esta tierra muerta, con trigo viviente en ella. El trigo se agitaba como una marea amarilla junto a sus tobillos. El mundo le daba vueltas. He matado a muchos La vio nadar en el agua de sus ojos. Les siegas y Pero es malo. Ahora, de pronto nos viene esta suerte y no puedes o no sabes soportarla.
Fue a buscar la Biblia al cuarto de estar. Les llegaron ruidos desde el exterior soleado. Nos vamos a California. Y no te lo he dicho todo.
No es normal. Y cuando lo corto Era como si Nos quedaremos. Las palabras grabadas en el metal aparecieron deslumbrantes. Supiste que era tu vida. La segaste. La voz de Drew reflejaba espanto. El mismo cielo, el mismo viento, el mismo trigo. Arriba, abajo. Se dio cuenta en un arranque de fuerza y de horror. Era simplemente el medio de tener casa y alimentos para su familia. Arriba y abajo. Cada grano era una vida que cortaba limpiamente por la mitad.
Molly, Drew, Susie. Era seguro. Al tocarlos, brillaron. Y empezar de nuevo, con semilla nueva. Drew no pudo terminar de comer. Pero ya no le gustaba su trabajo. Pero no rieron mucho. Molly siempre se quedaba hasta muy tarde y siempre llena de vida. Necesitaba que lo segaran.
Ciertas partes necesitaban ser cortadas ahora. Caminando como un loco, caminando asustado, medio despierto. Las estrellas siguieron sentadas en el cielo, brillando. Era como una cosa viva, con brazos de color rojo, lamiendo las estrellas. Sobre su cara cayeron unas pavesas. Un olor espeso, el olor caliente, a fuego, vino con ellas. Nadie gritaba dentro. No obtuvo respuesta. Un resplandor rojo se reflejaba en su cuello sudoroso. Estaba como un forastero en una tierra nueva y diferente. Sillas quemadas, la mesa, la cocina de hierro, los armarios.
No estaba muerta. No estaba viva. Respiraban pero no se movieron, y siguieron durmiendo. No, muerta no. Y los hornos de Belsen y de Buchenwald ardieron. La hoja iba despidiendo sangre roja.
El grano lloraba como una lluvia verde, cayendo. Pero no consiguen ayuda ni respuesta. El tamborileo anuncia lluvia. A esto, a esto, a esto. Sobre todas las cosas odiaba las ropas que cuelgan como banderas o festones, de modo que un hombre tiene que arrastrarse por el suelo para cruzar un cuarto. Una sola voltereta, y arriba: las alas mordieron el hermoso aire fresco. Era uno de los pocos de la familia con un talento claramente visible.
No era que odiara sus alas. Lejos de eso. Y de pronto Un tremendo siseo. Un hombre. Un hombre con alas. Esa ala derecha tiene mal aspecto. Pues, como ves, soy bastante fea. Mis padres han muerto. Se casaron. La ceremonia fue breve como una vela negra que se enciende, se apaga con un soplido, y deja un humo en el aire.
Fue pues natural que en esta noche de bodas tomara a Brunilla en brazos y volara verticalmente hacia el cielo. Las alas estremecieron y barrieron el aire y sonaron como un trueno cautivo. Estaba cerrado al amor, a los hijos del amor y al amor de los hijos. Hicimos las cometas nosotros mismos. Herb Thompson sostuvo serenamente el receptor.
Tienes una voz rara. Tiene la madre enferma. Entra por la ventana y mueve un poco las cortinas. Es demasiado tarde, y puede alcanzarme en el camino. No me atrevo, pero gracias de todos modos. Un viento que viene, no hay duda. Aunque no quiero que te pase nada. Eres mi mejor amigo y no quisiera eso para ti. Lamento haberte molestado. Muchas gracias por permitirme que te aburra de nuevo.
Y ahora corta. Mi mujer me llama a cenar. Lo cuenta bien. Estaba muy arriba. Nubes, y todo. Vientos de todo el mundo. Empiezas por espiar y en seguida te vienen ideas raras a la cabeza. Los vientos se enojan por haberte metido donde no te llaman, y luego te persiguen. Y aquella vez en Cornwall. Thompson y su mujer terminaron de cenar.
Thompson no dijo nada. No puedo salir ahora, no puedo hacer nada. Pero estaba esperando. Durante casi una hora, no mucho tiempo, no muy fuerte. Luego se fue. Un enorme sabueso que trata de husmearme. Es una casa fuerte. Tengo encendidas todas las luces ahora. Dios, no puedo salir. No puedo hacer nada. Conozco este viento. El autor es alguien que ha visto, pero que siempre ha escapado. Un momento. Ahora me alegra que no hayas venido, Herb, no quiero verte metido en esto.
Allin gritaba. No le interesa derribar la casa de un solo golpe. La mente, el cerebro. Quiere llevarse el intelecto. Tengo que ir a secar los platos. Algo, hace mucho tiempo, le dio un principio de vida. Fue a secar los platos. Estrellada -dijo la mujer-. A las ocho llegaron las visitas. Stoddard y su mujer. Estuvieron sentados y hablando hasta las ocho y media y luego se levantaron y prepararon la mesa de juego y empezaron a jugar.
De cuando en cuando levantaba la cabeza y escuchaba. Y la vida es rara de veras. He estado llamando y llamando. Estoy encerrado en la cocina. Una parte de la pared de adelante ya se vino abajo.
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